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viernes, 3 de febrero de 2012

Arica, las momias más antiguas del mundo



Arica, las momias más antiguas del mundo

Junto a otras más recientes, con apenas cuarenta siglos de antigüedad, en la costa chilena han aparecido un centenar de momias pertenecientes a una cultura desconocida, realizadas con una técnica diferente a cualquier otra y a las que el C-14 asigna una edad de 7.800 años.
Artículo de Fernando Jiménez del Oso publicado en el núm. 55 de Enigmas.


La costa norte de Chile es una franja de arena y polvo que se extiende a lo largo de 1.200 kilómetros desde la frontera con Perú, por el norte hasta el río Copiapó, por el sur.

Algunos ríos, alimentados por los deshielos de los Andes, atraviesan de cuando en cuando el desierto, formando quebradas, como las de Lluta, Azapa, Vitor y Camarones. A sus orillas crece escasa vegetación que, cuando menos, alivia con su mancha verde la ocre monotonía del desierto; el resto es árido paisaje donde reina una sequedad extrema... Al que, paradójicamente, baña un inmenso océano, un prolífico caldo de cultivo en el que la vida se manifiesta de las más variadas formas; una inagotable despensa para aquellos que, más osados o más hambrientos, se arriesgaron en tiempos ya remotos a abandonar la cordillera y cruzar el desierto, buscando ese horizonte azul que veían desde los Andes.

Algunos lo lograron y se quedaron allí, junto al mar; por eso, este desierto sabe de la industria de los hombres y ha visto nacer y multiplicarse sus ciudades.







Primero fue la pesca, luego los cultivos en las márgenes de los escasos ríos; después carreteras, fábricas, factorías... confirmando una vez más que la tenacidad humana vence cualquier dificultad, permitiéndole adaptarse y prosperar en ambientes tan hostiles en apariencia como esa parte de Chile.

Arica, la capital de la provincia más septentrional del país, apenas a veinte kilómetros de la frontera con Perú, es una ciudad viva, en constante crecimiento, con una actividad que contrasta con el paisaje desnudo y silencioso del desierto, apenas modificado desde mucho antes que el Hombre apareciera en América. Porque la idea más extendida entre los antropólogos es que el continente no ha tenido hombres propios, sino que los primeros llegaron hace 25.000 ó 30.000 años desde Asia, atravesando el estrecho de Bering, cubierto entonces por los hielos, desparramándose después por el continente.

Por lo que sabemos, llegaron a ese desierto hace unos 9.000 años... Unos pasaron de largo, buscando su destino más al sur y otros se establecieron junto al mar o a la orilla de los ríos.

Unas momias en el museo de San Miguel de Azapa
Ya he comentado en más de una ocasión que la labor de arqueólogo tiene mucho que ver con la necrofilia, pero no -o, al menos, no solamente- por el morboso placer de profanar una intimidad siglos o milenios inviolada, sino porque una tumba proporciona más información sobre la cultura a la que perteneció el muerto que un docto tratado sobre esa misma materia. Y en ese sentido, la costa norte de Chile, como gran parte de la costa pacífica de América del Sur, es sumamente amable con los que nos sentimos atraídos por el pasado: aquel terreno desierto, poroso y seco, conserva los cuerpos enterrados con la misma eficacia que el más hábil de los embalsamadores.

Tendidos sobre el suelo o, a lo más, encima de unas tablas, varios fardos funerarios esperaban en el almacén del museo de San Miguel de Azapa el momento de ser abiertos. No hacía falta ningún esfuerzo de imaginación para adivinar su contenido, porque la tosca arpillera se había adaptado ya a cada relieve de los cadáveres, convirtiéndose en un fantasmal sudario. Su antigüedad era discreta, apenas unos cuatro mil años, y, a diferencia de las momias peruanas, no estaban en posición fetal, sino estiradas y solemnes. Aunque siniestros, eran inapreciables regalos que el desierto hacía a los hombres de hoy; gracias a ello sabemos algo más acerca de aquellos, los otros hombres de escasos recursos, auténticos parias técnicos que, sin embargo, compartían los mismos sentimientos y sufrían la misma incertidumbre que los de ahora sufrimos ante la muerte. Era el mismo gesto piadoso e inútil, la misma tierna pretensión de que ese soporte ya inservible, no se funda con la tierra; como si con ello perviviese siquiera un fragmento de nuestra individualidad, de ese "yo mismo' cuya posible disolución en la nada tanto nos angustia. Pesa de tal forma la idea de la muerte en el hombre, que prácticamente toda su historia gira en torno a ella, ya sea para evitarla o para enaltecerla.

Lo que aquellos livianos fardos contenían era algo tan próximo a quienes los contemplábamos, que bien podría decirse que en algún sentido no hacíamos sino contemplarnos a nosotros mismos. No todos los entienden así, y, neciamente, miran con distante superioridad los pobres restos momificados que guardan las vitrinas de cualquier museo: sienten, y al sentirlo así se equivocan, que ese otro que hay tras el cristal fue inferior a él o, cuando menos, distinto, porque careció de máquinas y fueron más que pobres sus herramientas. Y lo cierto es que hay motivo para admirar cómo sin apenas recursos, enfrentados a un ambiente áspero y hostil, hicieron tal alarde de tenacidad e ingenio que no sólo sobrevivieron y procrearon, sino que, además, sublimaron sus instintos desarrollando arte, mística y conocimiento.

Aquellas momias no eran siquiera objeto de curiosidad; sin prisa alguna, aguardaban pacientemente a que los antropólogos rasgasen su envoltura y, probablemente, produjeran su desmembramiento. Formaban parte de una necrópolis descubierta por casualidad meses atrás. La compañía de agua potable de Arica abría zanjas para la instalación de nuevas tuberías, cuando la maquinaria excavadora sacó junto con la arena trozos de un viejo cadáver. Inmediatamente se interrumpieron los trabajos, iniciándose una operación de salvamento arqueológico. Hasta ese momento, casi un centenar de cuerpos habían sido trasladados al Instituto de Antropología de la Universidad de Tarapacá, en Arica, y muchos de ellos estaban ya datados y convenientemente estudiados. De las noventa y seis momias investigadas, cuarenta y dos correspondían a niños y cincuenta y cuatro a adultos. Las había de diferentes épocas, y eran también diferentes las técnicas que se utilizaron en su proceso de momificación; pero un grupo de ellas destacaba singularmente del resto: no sólo resultaron ser las más antiguas, sino también las más elaboradas. Ni siquiera el término "momia' podría aplicarse con absoluta justicia, pues es tal el trabajo que se tomaron para su conservación, que más debiera hablarse de estatuas bioinertes.

Momificación del subtipo 2.1
En un bien documentado trabajo firmado por los antropólogos y especialistas en Paleomedicina Marvin V. Allison, Guillermo Focacci, Bernardo Arriaza, Vivien Standen, Mario Rivera y Jerold M. Lowenstein, se describen las diferentes técnicas utilizadas con las momias del sitio de Chinchorro; una de ellas, la subtipo 2. 1, es la aplicada a ese grupo "especial' que antes mencionaba. Creo que la trascripción de lo que sobre esa técnica consta en el trabajo citado, le resultará al lector más que suficiente para hacerse una idea de la complejidad de proceso: "Subtipo 2. 1
Cuerpos pintados con manganeso negro. Eran cuerpos descuerados, con todas sus cavidades evisceradas y los huesos completamente descarnados. Hay desgaste de las eminencias óseas de los huesos largos para facilitar el reforzamiento con cuerdas de fibra vegetal y corte del cráneo. Las cavidades y extremidades fueron reforzadas con palos, envueltas en estera y modeladas con arcilla blanca. El cráneo fue rellenado con fibra vegetal y la cara modelada con el mismo tipo de arcilla.

Las etapas que estos individuos siguieron para momificar fueron:

·Descueramiento completo del cuerpo, exceptuando las manos, pies y, posiblemente, la parte posterior del tronco.

·Separación de las extremidades del tronco.

·Evisceración total de las cavidades y descarnado completo de los huesos.

·Secado con fuego, brasas y cenizas calientes.

·Desgaste de las eminencias óseas de los huesos largos con el fin de amarrarlos más firmemente, por ejemplo: fémur en trocánter mayor y cara externa de los cóndilos, húmedos en epicóndilos y tróclea, y radio en la cabeza. Corte del cráneo en forma circulara nivel de la sutura coronal, apriétales y parte posterior del foramen mágnum para extraer el cerebro.

·Embarrilado de fibra vegetal en las articulaciones para reforzarlas, relleno con el mismo material de la bóveda craneana y amarre del cráneo dividido y la mandíbula.

·Refuerzo con palos en sentido longitudinal en la columna y extremidades. Las extremidades superiores eran a veces reforzadas con haces de fibra vegetal.

·Embarrilado o envoltura de estera de las extremidades para fijar el palo al hueso.

·Unión de la cabeza al tronco y embarrilado del cuello para refuerzo.

·Relleno de arcilla blanca en las cavidades torácica y abdominal pélvica. Modelado de las extremidades, cuello, cara y genitales con igual materias.

·Colocación de la peluca y embarrilado circular para fijarla al cráneo.

·Pintado completo del cuerpo con manganeso (color negro) y construcción de la mascarilla facial con igual material; a veces se observan varias capas.

·Modelado de la nariz y orificios nasales, delineamiento de ojos y boca.

·En algunos casos colocaron faldellines de lana, pero la mayoría de los cuerpos están desnudos. En este tipo no se observan incisiones, caso tipo: Tumba 1 C-4".

Esta pormenorizada descripción de las diferentes fases que siguió el proceso de momificación podría resumiese así: quitaban al cadáver la piel, despojaban al cuerpo de vísceras y músculos hasta dejar los huesos limpios, listos para ser secados. Una vez desarmado el cuerpo, lo recomponían, amarrando firmemente los huesos largos en sus articulaciones correspondientes y añadiendo dos palos a lo largo de la columna vertebral para que el esqueleto rearmado se mantuviese derecho. Luego venía el remodelado: vísceras y músculos eran sustituidos por haces de paja y fibra, además de arcilla; y ya completo el muñeco, lo cubrían con su propia piel entera y cosida, o hecha tiras, con las que envolvían el cuerpo como lo hacían los egipcios con vendas de lino. De esa complicada forma, el cadáver original conservaba su arquitectura ósea y su envoltura. El porqué todo ese esfuerzo, cuando un cuerpo normal, sin tratamiento alguno, ni siquiera la evisceración, se momificaba completa y eficazmente por la naturaleza del terreno y del ambiente, es algo que no se entiende. Max Hule, el célebre arqueólogo alemán, publicó un trabajo en 1919, en el que describía los diferentes tipos de momificación utilizados en Arica y Tacna, llegando a la conclusión, por otra parte lógica, de que las más antiguas eran las momias simples y éstas, tan complejamente elaboradas, las más modernas. En su época no existía aún la datación por el Carbono-14 y su opinión se mantuvo, fundamentada en el merecido prestigio del que gozaba en los medios académicos y en el principio establecido de que, cuanto más elaborada y compleja resulta una técnica, más moderna es.

Un misterio con más de 7.800 años
En estos setenta años se han encontrado más momias, entre ellas, ese centenar descubierto recientemente, y, lo que es más importante, la Arqueología ha incorporado un método bastante preciso para fechar los restos orgánicos del pasado: el referido del Carbono-14. Pues bien, el resultado de aplicar tal método a las momias complejas de Chinchorro, ha constituido una sorpresa de tal categoría, que resulta extraño que no fuera noticia destacada en todos los periódicos del mundo: esas momias tienen ¡siete mil ochocientos años de antigüedad! Las mismas cámaras que en esos días nos siguieron para filmar por primera vez en la Historia los geoglifos de los Altos de Ariquilda, tuvieron también el privilegio de ser las primeras en filmar las momias elaboradas más antiguas del mundo.

Dos mil años antes que los egipcios, un pueblo casi desconocido, del que no quedan apenas instrumentos ni vestigios arquitectónicos, sobre el que hay señas dudas de que conocieran siquiera el arco, prestó tanta atención a sus muertos, que es lícito deducir que mantenían firmes creencias sobre la vida ultraterrena.

Los egipcios tenían claros motivos para momificar a los personajes importantes; era el medio para que el Ka, una parte del alma equiparable al concepto esotérico del "cuerpo astral", no se desintegrase en otras formas despersonalizadas de energía, manteniéndose unida al cuerpo incorrupto; el alma auténtica, el Ba, no necesitaba de ese subterfugio y proseguía su evolución más allá de la muerte. Pero, ¿cuál era la razón que impulsó veinte siglos antes a los habitantes del desierto de Arica a momificar tan cuidadosamente a sus muertos?

Como suele suceder, un hallazgo arqueológico importante no pone orden en el pasado, sino que lo desordena aún más, abriendo diferentes incógnitas. No sólo ignoramos qué religión era aquella, que tan poderosamente influyó en la vida de esas gentes, sino que el enterramiento mismo de las momias resulta inexplicable. Por recurrir de nuevo al mismo ejemplo, los egipcios compensaban el trabajo de la momificación encerrando el cuerpo en un hermético sarcófago e instalando éste en una profunda y sellada tumba; sin embargo, en Chinchorro, esos cuerpos tan trabajosamente preparados eran enterrados casi superficialmente, como si la intención fuera prestarles un refugio temporal y no definitivo. Para mayor misterio, los agrupaban, al punto que los arqueólogos pensaron inicialmente que se trataba de grupos familiares, hasta que la adecuada datación demostró que una aparente familia formada por las momias de adultos y niños estaba en realidad constituida por cuerpos que habían muerto con algunos siglos de distancia entre sí.

Si la preparación de los cadáveres implicaba la extracción de toda materia putrefactible, sabiendo, como sabían, que eso era innecesario dada la naturaleza del suelo y del clima, es razonable suponer que pretendían trasladar los cuerpos a otros lugares donde las condiciones naturales y el tiempo necesario para el viaje no garantizaran en modo alguno que la momificación se mantuviese. En otras palabras: esa compleja elaboración podría haber tenido como objetivo el que, llegado el momento, los cadáveres pudieran ser trasladados sin problemas lejos del desierto. Si a esta idea añadimos la precariedad de los enterramientos, más parecidos a depósitos temporales que a necrópolis definitivas, es posible que estemos estableciendo una hipótesis razonable. Si es así, nos encontraríamos con las momias elaboradas más antiguas del mundo, que, además, estaban destinadas a convertirse en equipaje, lo que nos lleva a imaginar a un pueblo nómada, al que la hambruna o cualquier otra razón desconocida obligó a abandonar su patria de origen, en una emigración que ellos creyeron temporal: algún día volverían al hogar atávico; pero lo harían todos, vivos y muertos.

No fue así, y como maletas olvidadas en una consigna, sus momias quedaron durante milenios bajo un leve manto de arena, esperando completar un nostálgico viaje que ya nunca realizarán.



18/07/2000


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